EL MASTURBATORIUM DE SEMENTERIO


Por M.

Este sitio parece tranquilo, hay intimidad y, además, seguro que alguien nos mirará, lo que da más vicio. Me he hecho ya dos o tres pajas mentales en lo que va de noche, y me haría unas pocas más todavía, pero empiezo a estar un poco harto de mí mismo. Aunque aún me quiero, ya no siento la misma pasión que cuando me conocí y tampoco me comprendo como al principio. Los años que llevo junto a mí han sido duros, a veces felices, y guardo muy buenos recuerdos de los ratos pasados conmigo. Lo malo es que he dejado de sentir algo especial por mi persona y creo que debería serme infiel para comprobar si todavía me queda algún sentimiento por recuperar que me sirva para seguir compartiendo la vida conmigo.

El día en que comencé a pensar fue el mismo en que tomé conciencia de mi existencia. Me enamoré de mí nada más verme, yo era tan hermoso que el amor por mí surgió espontáneo, tan de repente que la mañana mortecina se transformó en un mediodía de verano, la calle de pavimento gris, sin mayor adorno que los coches y un colmado donde me regalaban aceitunas con hueso, se llenó de flores y colores. Me llegó el amor con tal fuerza estando por primera vez en mi presencia, que me llené por completo de una felicidad fulminante. Enseguida fui correspondido y, a pesar de los primeros titubeos, mi relación conmigo resultó maravillosa y muy próxima. Nunca me separaba de mí, íbamos a cualquier lados juntos, todo lo compartíamos. Por desgracia, enseguida llegaron las complicaciones.

Yo era un niño, mi indefensión me metía en problemas constantemente y tuve que empezar a luchar para sacar nuestra relación adelante. Me plateé dejarme varias veces, sin embargo, la idea me entristecía. Yo me quería mucho y no había nadie que pudiera ocupar mi lugar, ni darme la calidez de mis propios abrazos. Continué conmigo asumiendo las dificultades, aunque en ocasiones me retiraba buscando respuestas manteniéndome distante y callado. Yo jamás me hice un reproche, en esos momentos en los que empezaba a elaborar cuestiones que trataban sobre el hecho de no saber de dónde venía yo y a dónde iba, mi persona nunca me presionó, me mantuve a mi lado esperando verme salir renovado y de nuevo dispuesto a fortalecer el amor por mí mismo.

Pasaron los años y fui creciendo junto a mí, con el correr del tiempo mi belleza se incrementaba y era raro el día en que no mantenía relaciones sexuales conmigo. Resultó tal mi avidez, que enseguida me propuse realizar intercambios con chicas que estaban igualmente enamoradas de sí mismas. Yo acepté sin dudarlo. Aquellos escarceos enriquecieron mi relación con mi persona, pero también traían quebraderos de cabeza. No eran raras las ocasiones en que yo no quería volver conmigo o yo me olvidaba de mí. Por suerte, el amor de aquellas chicas por sí mismas era tan grande que siempre me devolvían a mis brazos. Hasta que llegó una que decidió ocupar mi lugar y yo me fui con ella. En esa época, aunque todo parecía terminado entre mí persona y yo, sin saberlo ella yo seguí viéndome en secreto conmigo mismo. Los remordimientos me devoraban las entrañas y es cuando empecé a frecuentar la taberna de Platón.

Me pasaba el día bebiendo sombras de cerveza, mientras recibía de cuando en cuando mis propias miradas de reproche por no dirigirme a la luz que venía desde la entrada. En cierta ocasión, me planteé a mí mismo la posibilidad de que todo cuanto ocurriría podía ser producto de mi imaginación. Las tertulias que mantuve conmigo mismo me ayudaron a superar la separación de aquella chica, quien decidió volver de nuevo a su amor por ella, guiando luego sus pasos lejos, a otro lugar, donde cayó en manos de una deidad posesiva y la engulló. Esa circunstancia me dio mucho que pensar, reflexioné entonces sobre la posibilidad o no de una presencia divina, de gran poder, que pudiera haber escrito por adelantado nuestros destinos. En esos momentos fue cuando sentí mayor necesidad de mí. Yo siempre me mantuve a mi lado, pero ni siquiera eso me servía de consuelo. Entonces, me hice caso después de mucho tiempo y accedí salir a la luz de la calle. Allí descubrí la existencia de lugares donde se bebía cerveza de verdad, y no sombras, volví corriendo a la taberna de Platón para explicarlo, pero no me creyeron y casi me matan. Nunca más regresé.

He vivido conmigo desde esa ocasión, nunca más me he abandonado, agradezco cada minuto pasado en mi presencia. Otras mujeres han querido ocupar mi lugar. Aunque he mantenido relaciones con varias y hasta me he casado con alguna de ellas, en todo momento siguió viva en mí la pasión y el amor por mí mismo. De un tiempo a esta parte, sin embargo, me han surgido dudas que no sé como afrontar. Otra mujer se ha cruzado en mi camino, la amo como a mí mismo y eso me plantea cuestiones sobre el sentido de la vida. No sé qué voy a hacer, creo que mi relación conmigo vuelve a estar en peligro. Sé que siempre me estaré esperando, pero no estoy seguro de querer volver conmigo. La idea hace que surjan nuevos planteamientos sobre la naturaleza de las cosas en mi interior. ¿Quién soy? Me pregunto, ¿Es cierto cuanto creo saber, o sólo sé que no sé nada?. El último supuesto sería preocupante, en ese caso sólo tendría ese conocimiento, además, porque me lo han dicho. Estoy confuso, si hubiera alguien ahí con estas mismas cavilaciones podríamos tocarnos las ideas mientras yo no miro.

Como vive mucha gente dentro de mí, mis pajillas mentales pueden llegar a tener carácter multitudinario. Eso las convierte en experiencias sobrenaturales, extáticas, plenas y muy beneficiosas para el organismo, despejan incluso la nariz. Rehuso desprenderme de mis muy queridas individualidades para acabar impuesto yo por encima de todas ellas, entiendo que tal cosa sería parecido a cometer un fratricidio, o algo mucho peor si le añadimos implicaciones metafísicas. Sin embargo, resulta una posibilidad fácil, ninguna ley le impide a nadie cometer un acto de este tipo.

No siempre mis habitantes y yo alcanzamos el clímax de forma conjunta, ni en ocasiones están dispuestos a compartir la pajilla conmigo. En esos momentos, es cuando se paga el precio de mantenerlos con vida y es cuando he visto a muchos de mis semejantes liquidar uno por uno a sus propios inquilinos interiores llevando de esta forma a cabo un auténtico holocausto, del que sale triunfante y ya solitaria una única personalidad que deja atrás un rastro de sangre. Una parte de mí me pide a veces hacer lo mismo, se trata de la voz criminal que sólo está pendiente de entrar al asalto. Tengo que tener cuidado con ella, es de las más tenaces. Con el tiempo ha aprendido a moverse de forma sigilosa y cada día que pasa sabe mejor cómo escapar a mi vigilancia.

Intentar acabar con esa voz resulta inútil, hay que admitir su naturaleza sólida y resistente. A diferencia de mi persona, posibilitado para aceptar un sano relevo de identidades, la voz no tiene recursos que le permitan dejar de ser lo que es, pues carece de una consciencia capaz de entender la existencia de otras presencias. Yo mismo no soy para esa voz más que un objetivo a tomar, pero al menos he encontrado la manera de mantenerla distraída gran parte del tiempo. La mayoría de las otras identidades, por desgracia, también reivindican sus propias exigencias. Atenderlas a todas me impide prestar toda la atención que se requiere para prevenir los ataques de la voz criminal y es entonces cuando, aprovechando un descuido, puede hacerse con el control. En tal circunstancia, yo mismo mataría a mis otras identidades, en adelante mis pajillas mentales no serían compartidas y las que me hiciera las haría pensando tan sólo en mí mismo.

Cuando sufro un ataque de La Voz, mis otras personalidades no son conscientes del peligro que corren. Debo poner toda mi atención en las tretas y seguir los movimientos que La Voz realiza para acabar con sus rivales, entre los que yo me incluyo. Conozco por experiencia su capacidad destructora, ya ha causado con anterioridad víctimas en mi población interior. Se hace notar la ausencia de las víctimas cuando me encuentro con personalidades exteriores y ajenas similares a los desaparecidos. Al no estar disponibles los recursos de esas identidades difuntas para conseguir el tipo de pajillas mentales con las que ellas encontraban gusto, mi población interior se agita inquieta temiendo que yo no sepa ocupar su lugar.

Maldigo a esa voz por cada personalidad interior muerta en sus manos, con ellas se fueron también sus pajillas individuales, propias, que yo no quiero ni nunca sabré emular. Mi organismo se resiente cuando le resulta imposible emitir la lefa mental que sólo ellos hubieran sabido conseguir y el resto de la multitud que me puebla se queja por esas pajillas perdidas; algunas de mis otras identidades hasta me lo reprochan mediante gestos. En esos casos, ruego a los cielos para que la presencia ajena no haya liquidado entre su propia multitud la identidad interior, pareja a un servidor, que podría darle a ella el gusto de una buena emisión y a mí el gozo de disfrutarla.

Por el contrario, diferente al dolor de ver perderse una buena pajilla mental por ínfima, pequeña o diminuta que ésta sea, existe la posibilidad de conseguir gran éxtasis en armonía compartiendo la experiencia entre las demás identidades. Nunca dejo de ser yo cuando lo hago, me resiento enseguida si la más mínima circunstancia le impide a mi persona serlo del todo. Además, con la manifestación de uno mismo y no de otra manera es como se consigue la delicia suprema de alcanzar el clímax al alimón, en una pajilla multitudinaria, junto al resto de identidades que aún me habitan.

Me sienta fatal no ser yo mismo, mala lefa y pajillas chungas, pero resulta un horror peor encontrarme con una presencia exterior que insinúe no ser yo mismo quien está detrás de la persona que escribe, o ser ella, la identidad ajena, la única moradora de su propio interior. Cuando esto ocurre, mi voz criminal encuentra su eco y busca con fuerza abrirse paso entre la multitud para saludar, preguntar a la identidad exterior qué tal se está en la cumbre y a mí me exige, como a los demás, que nos unamos a su pajilla. Por supuesto, niego el consentimiento con energía, pero debo añadir que La Voz plantea imponerse con iguales bríos. Nada le gustaría más a la voz criminal que una multitud interior entregada por completo a sus deseos, cosa que nunca será posible, por eso planea en todo momento la forma de acabar con sus oponentes.

Con lo único que cuento para dominar sus susurros es el placer que me dan mis pajillas mentales, o el que obtengo de las ajenas, para esa identidad demoníaca tienen el mismo efecto que ejerce sobre el Conde Drácula un crucifijo. Ruego a quien, por el motivo que cada cual sabrá, haya pensado conseguir placer pajillero leyendo hasta aquí, acepte de buen grado el chorretón de lefa que le lanzo ahora a los ojos y entienda, por favor, que la emisión le llega con buenos deseos, cariño y la mejor de las voluntades. De mi parte, de yo, de mí mismo.

En la mano de cada persona reposa el poder inmenso que representa el control de los propios actos. Nadie como uno mismo conoce el lugar en el que le nace la felicidad y por el que le brotan las ilusiones. Cada cual busca a su manera la forma de complacer los deseos apremiantes que asaltan a las personas en el devenir cotidiano y se acude con reiteración a las mismas sensaciones con las que calmamos nuestras inquietudes lejos del consuelo silvestre que origina la vida, por lo que a veces es necesario recordar el entorno salvaje del que provenimos. Las formas de la naturaleza pueden desdibujarse si no se visitan con cierta frecuencia, conviene palpar la consistencia de sus elementos, disfrutar de los aromas que desprenden sus entrañas, adentrarse en el frondoso exceso de la Creación y dormir abrazado a la fuerza forjadora que nos ofrece su hogar sin albergar preocupación por la clase de motivos que le hayan inducido a tomar esa decisión.

Escuchar sus sonidos, temer a las bestias que la pueblan, soportar la crueldad con que nos trata, recurrir a la acción protectora de cuanto nos ofrece para serle útil, acceder a su generosa despensa y dejar que nos mate dulcemente para robarnos hasta el pellejo forma parte de las maravillas que apuntan detrás del desapego al consuelo único de lo propio personal. La inmensidad del mar recuerda el abismo profundo del pasado con su sobrecogedora forma de sorprender a quien lo contempla asombrado por tanta grandeza. Con una calma indolente o una lubricidad asesina, defiende los secretos del origen de la vida meneando un montón de agua que, además de tener un sabor desagradable, seguramente causado por la actividad sexual de los animales que pueblan los océanos, tiende a asfixiar a los que, perteneciendo a Nuestra Especie, tratan de respirarla. A cambio, proporciona una porrada de peces comestibles y una cautivadora belleza inaccesible, que si no acaba de desarrollar por sí misma el extraño conjuro que conmociona el alma, al menos constituye un reclamo sugerente para desplazar al activo humano de sus estímulos urbanos como productores, a sus desahogos como consumidores, en dirección hacia las arenosas orillas marinas durante las estaciones estivales.

Si por el contrario, acogidos a la fórmula evolutiva que nos dota de mejores condiciones para explorar los parajes ubicados en tierra firme, creamos asentamientos en lugares no exentos de agua, pero de condiciones menos hostiles para alcanzar una autosuficiencia relajada y, con el mismo ingenio del que nos servimos para obtener con nuestras manos satisfacción y sustento, domamos la inclemente acción de la naturaleza sometiéndola a nuestros caprichos arrebatando todo rasgo de dignidad a animales, vegetales y cosas que componen el entorno, eso permite a la especie humana trascender el ejemplo del orden natural y acceder a conductas sublimadas por el aparente control sobre lo que nos rodea.

Por eso, cuando algunos individuos dejan de encontrar respuestas al sentido de la existencia o descubren lagunas importantes en el análisis de la sensatez de sus actos, desdeñan como interlocutores a sus semejantes considerándolos tan poco capacitados para la función social como ellos mismos, y buscan el diálogo con elementos imaginarios o reales a los que atribuir conocimientos avezados en la ciencia de la antroposofía. Dioses, marcianos, animales, espíritus, árboles, piedras... todo eso abre nuevos campos repletos de argumentos para justificar una apasionada entrega al placer de la admiración narcisista. Lo que queda de digno en la naturaleza puede entrar también en esta metafísica de lo propio, pero no necesariamente.

Determinadas filosofías hacen de las manifestaciones indómitas características del ecosistema terrestre interpretaciones bastante útiles para la supervivencia y el descubrimiento de placeres consistentes. Por suerte, la comunidad humana siente demasiado apego por una vida cómoda y desestima cualquier inquietud que le obligue a desarrollar agotadores esfuerzos, aunque no se opone a que otros lo hagan si se avienen a explicarlo por la televisión o a dramatizarlo en una película.

Eventualmente, este gesto de tolerancia puede ser utilizado por desaprensivos para provocar agitación entre las masas alteradas por imágenes de individuos sumamente jubilosos sin esfuerzo aparente tras haber realizado gestas envidiables, como por ejemplo, correr distancias largas, marcar "goles", erigir monumentos, copular haciendo el pino, declamar poesía o subir montañas. De todas ellas, las que se desarrollan en las montañas causan el mayor número de accidentes y las que requieren coordinación erótica los peores desengaños. Por este motivo, una catarata salvaje puede serenar la exaltación vital de la ciudadanía, pero debo advertir que queda comprometida la credibilidad de quien propone vivir sólo de cascadas.

Si por algo siento mayor amor que a mí mismo es por la Eternidad. Las pajillas con la Eternidad son mis preferidas, es misteriosa, enigmática, tan evidente en su profunda complejidad que no importa la manera en que se deja amar. Pensando en Ella consigo pajillas muy floridas, como voy a demostrar. Con cualquier sugerencia tengo una visión, me veo reencarnado en humano, animal, vegetal o cosa una y otra vez, disfrutando de miles de experiencias terrenales, hasta acumular las que sean necesarias para pasar a la siguiente pantalla o, como en El Día De La Marmota, viviendo una y otra vez la misma pajilla sin más, lo mismo que si en un disco rayado no avanzara la canción hasta sonar bien. En ocasiones, el eje de la Eternidad gira en torno a mi persona, entonces me salen pajillas maravillosas. En otras, por el contrario, soy una parte minúscula de una pajilla superior. Mi lefa mental corre entonces mezclada con el fluir de la poderosa corriente pajillera, río abajo, hasta dar a parar en los testículos del Señor, donde esperará dentro del escroto divino en perpetua juerga a que la forma elevada de Su consciencia la necesite para algo.

Lo más normal es que ese algo consista en fecundar un óvulo mental, llegado igual a los ovarios todopoderosos de una diosa que mi lefa a los testículos divinos. El resultado será el embrión de una deidad portadora de mi simiente mental, que se habrá mezclado con la de alguna bella hurí afín en gustos y aficiones. Esta nueva deidad embrionaria tendrá sus propios testículos u ovarios, y un universo entero a su disposición para llenarlos. Este último tipo de pajilla, propicia para los partidarios de la inmortalidad por el cromosoma, incluye los alicientes más picantes y deja a cada cual la libertad de imaginar la Eternidad que le dé la gana.

Conviene prepararse una Eternidad bien diseñada para el gusto personal del pajillero, puesto que uno la va a tener como horizonte permanente. Aquí empieza la pajilla a cobrar consistencia, para los momentos ateos la pajilla es fácil, basta con imaginar que los días pasan durmiendo. En cierta ocasión pusieron en letargo al que escribe a causa de una intervención sin importancia y la experiencia fue muy tranquila. Me quedaría sobre todo con los primeros efectos anestésicos, cuando el relax absoluto me dejó en los labios una sonrisilla boba mientras me caía baba por las comisuras. En contraposición, las pajillas católicas son chungas, están llenas de clavos, latigazos y hostias, se duerme mal y, en cualquier caso, se condena uno a amar de forma sumisa a un hombre que en realidad es una paloma. Reservo esas pajillas para el día en que decida dar una giro punk o sacerdotal a mi vida.

Existe gran cantidad de pajillas estándar, de todas ellas, me gusta gozar con las que se hacen los budistas. Permiten rastrillar un jardín de grava, tocar pequeños platillos con los dedos, vestir con togas naranjas y practicar el tantra. Una pajilla con el Islam me proporciona el placer de tener visiones en un minarete desde el cual, subido a gran altura, se pueden dar voces y proferir insultos que ofendan a Bush, a Aznar y a Blair. Paso de las pajillas hebreas porque no quiero llevar rebanado el prepucio, pero reconozco la gran calidad de su lefa y me dejo mojar por sus emisiones menos ortodoxas. Por último, el fútbol y el tiempo, grandes proveedores de frenesí pajillero a las multitudes, me sirven para emisiones de lefa casuales o superficiales, pero cada año gana un equipo diferente o el clima cambia de un día para otro y es un lío. El problema de todas ellas es que las pajillas estándar deben realizarse bajo determinados patrones normativos, pensados para obtener lefa mental de manera mecánica, y no quisiera que mis pajillas acaben formando parte de una cadena de montaje.

Entonces, empiezo la búsqueda del placer pajillero en lo desconocido, trato de encontrar cuál sería la Eternidad ideal. Este tipo de pajilla resulta en extremo satisfactoria por no deberse más que al diálogo de uno consigo mismo. Se prepara así lo mejor. De entrada, existen dos posibilidades idénticas en estímulos, el presente es casual o, en cambio, responde a un motivo. Cualquiera de los dos caminos da para hacerse pajillas durante muchas veces muchas lunas. Sobre ese tema se vierte la mayor parte de lefa mental mundial y todavía nadie ha conseguido eyacular de una forma tan convincente que el resultado pueda tratarse de la Paja Total. Ya sea por explicar a santo de qué es casual, ya sea por tomar la senda del motivo espiritual, somos exploradores en busca de la Pajilla Perfecta, del Santo Grial lleno de Verbo. Si el universo es casual, saber explicar el motivo dará para pajillas cada vez más elaboradas, si existe Creación, da igual, a la entidad superior no habría que suponerle otro poder que el de saber hacerse las mejores pajillas.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Piconera.

Señor Sementerio: La extensión, densidad y profundidad de su..., intervención, a la cual miraba y temía por ser demasiado larga para mí, por falta de tiempo, que conste. Al fin le he dedicado un espacio en mi “disco duro” hasta conseguir encajarla después de varios intentos.

Aún sigo extenuada y jadeante del esfuerzo que ha sido llegar hasta el final sin parar y de corrido, pues veía cómo se me venía el tiempo encima sin gozar de su última eyaculación literaria, no quería dejar que me arrebataran, ante la proximidad de un nuevo ejemplar, el éxtasis de tal penetración metafísica.

Ahora las pajillas corren de mi cuenta, pues la olla la tengo al rojo vivo pensando en el grado de estimación mismamente que me tengo a mi misma y el caso que me hago, y las posibles infidelidades que me he podido causar. Ya le digo, un alivio necesito. Me apoyaré en mi refugio interior, y no dejaré de frotar ese pálpito hasta sacar de mí todo ese jugo que usted ha conseguido exprimir.

Esas continuas pajillas, sospecho, que han desarrollado sus capacidades creativas, tanto en el arte amatorio: propio o ajeno; como en el arte de engarzar palabras con dos dedos chorreándonos, en ésta, de su íntima satisfacción. Todo ello sin remordimientos a que sus chasquidos mentales le hagan al lector quedar aturdido ante un influjo hipnótico, quedando a merced hasta que ud. presione de nuevo el manubrio del frasco que, tan seductoramente, nos muestra en su avatar y un nuevo zurriagazo le llegue a las manos compartiendo dicho cremoso gel.

La que mira, el deslizar del espeso goteo sobre el vaho en la cristalera de su Masturbatorium, le saluda gimiendo de impaciencia.