
Relato ganador de la XXXIII edición de Los cuentos de las mil y una palabras
A menudo encontramos en nuestro camino bifurcaciones que nos llevan por extraños senderos de la existencia. Distintas elecciones para un mismo destino repleto de incertidumbre.
07:30 A.M, New Orleáns (USA)
Allison Carlson intuye la llegada de ese nuevo día que atraviesa sus párpados en forma de luz intensa. Yace sobre la moqueta ennegrecida por la agonía de la noche anterior. Frota las yemas de sus dedos con los jirones de tela esparcidos por el suelo, en un intento por cerciorarse de que aún fluye vida en su interior. Poco a poco se incorpora, frunciendo paulatinamente el ceño ante la claridad que asoma por los cristales de su habitación. La cama, perfectamente vestida, es el único reflejo de la anormalidad en que está sumido el cuarto. Una cama impoluta y un corazón postrado sobre sus pies. Le basta con girar con liviandad el cuello para recordar un fuerte golpe en la cabeza.
A duras penas vence su propio peso y se encamina hacia el baño. La moqueta resguarda sus pies descalzos de un frío agónico. No ha parado de nevar en toda la noche y la escarcha pende perenne sobre su ventana, en una orgía de agua de rocío que desafía la mañana. Quizá por intuición ha desviado su trayectoria hacia las escaleras. Como puede se agarra a la barandilla y, uno a uno, afronta cada peldaño como un viaje hacia el infierno. Una vez abajo se acerca a la cocina. Mete la cabeza debajo del grifo y deja que el agua fluya entre su pelo, destapando el dolor por los golpes recibidos. El fregadero adopta un color rojizo. Enjuga las lágrimas que han empezado a correr por sus mejillas, y caen mezclándose con la sangre que acepta, como destino final, el desagüe. Lágrimas y sangre siempre han sido malas compañeras.
Desanda sus pasos hasta la escalera y vuelve a subir a su habitación. El rastro rojo sobre el terciopelo azul brillante no deja lugar a dudas. Sus piernas han empezado a temblar pero su corazón permanece impasible y, apenas con los ojos abiertos por la hinchazón consigue entrar en el baño sin pisar los cristales esparcidos por toda la estancia. Como una mole inerte aparece la figura de su marido sobre las plaquetas de porcelana gastada que antaño parecieran un tablero de ajedrez. Encara con mirada desafiante el cadáver hasta que no puede más; aparta la cara asqueada y se encuentra frente a sí en el espejo. La noche ha hecho estragos en su rostro y, de nuevo, le asquea la imagen de un cadáver, esta vez de un muerto en vida. No siente haberle asesinado. Sencillamente ya no siente.
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07:30 A.M., Madrid (España)
Rocío se desenvuelve con soltura por las calles aún medio dormidas de la vieja Madrid. El sol corona el cielo y los primeros rayos de vida se mezclan con las sombras de la noche, que aún permanecen latentes, formando figuras fantasmagóricas que ha aprendido a obviar por puro instinto. La cabeza de su escoba se ha roto así que, a duras penas, consigue recoger la hojarasca que se amontona sobre las aceras desgastadas de la capital. El otoño hace su particular agosto en los aledaños del parque de “El retiro”.
Desde que llegó a la ciudad amó ese pequeño remanso de paz en mitad de la faraónica urbe, pintoresco boceto de extrañas gentes y cosmopolitas instintos. Le encanta ver brincar a las ardillas de árbol en árbol al acecho de cualquier porción de suculento manjar que algún transeúnte despistado deja caer al suelo; sus bancos plagados de ancianos que amenazan a la muerte y sus caminos repletos de corredores absortos en espirales de superficialidad sudorosa. Ama Madrid y la dulzura de sus gentes.
Imbuida por una extraña sensación de felicidad termina su jornada un día más y afronta el camino de vuelta a casa. La cruda realidad de un estudio de cuarenta metros cuadrados que comparte con su novio y otras dos parejas más rompe la magia del momento. Las bocas de metro comienzan a regurgitar personas afanadas en llegar a sus destinos, los coches saturan las principales vías de circulación de la ciudad en un baile de asfalto y el ruido se hace dueño del silencio, hasta ahora en marital acuerdo con gorriones, palomas y golondrinas.
Gira la llave con cuidado de no despertar a Hernando; por la hora que es, los demás han debido salir disparados a sus respectivos trabajos. El desorden aparece, como cada día, ante sus ojos cansados. Hernando dormita en la cama del cuarto totalmente desnudo, con el pene erecto; la boca abierta en un rictus trascendental y un rastro de baba colgando de su labio inferior. Rocío enarca una ceja ante aquella imagen que otrora le pareciera sensual, cuando Hernando aún no tenía esa espesa mata de pelo en el pecho y la grasa no participaba de su zona abdominal.
Se acurruca entre las sábanas mientras oye gruñir a la fiera, que parece haberse percatado de su presencia. Nota el pene de su compañero en su dolorido trasero y le aparta de un manotazo. Como un león en busca de presa, Hernán vuelve a la carga, intentando despojar a Rocío de su ropa interior. Se resiste. El asco se adueña de su estómago pero él mantiene inflexible su deseo sexual. Ella se niega y Hernando comienza a lanzar improperios frente a su rostro; ella nota su hedor y vuelve la cara en señal de desprecio.
Ha conseguido penetrarla y ella ya no opone resistencia alguna. Vuela hasta el parque donde, escasa media hora atrás, recogía, como cada mañana, los desperdicios que los madrileños dejan a su paso. No le duele ser “violada” por un animal irresponsable cuya única preocupación es manchar las sábanas con su semen de macho dominante, sino ver mancillado su espíritu, abochornada su alma en aquella cama donde, como cada mañana, siente morir un poco más. Y se aferra a su única salida, volar…
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7:30 A.M., Bashika, Irak.
Una multitud de curiosos se amontona a las afueras de Bashika. Doaa Aswad corre con todas sus fuerzas hasta que sus piernas no aguantan la emboscada y cae rendida sobre la arena, magullándose brazos y abdomen en un intento por mantener el equilibrio. Un total de ocho personas ha llegado a su altura y no dudan en cargar a pedradas contra ella. Entre los agresores, Doaa distingue la figura de su padre, predicador de la secta de los “Yazidís”. Como una aparición, su rostro muestra la tez del diablo, venerado por todos entre su gente. Lágrimas de dolor y rabia caen en cascada por su alma, apenas respira y tan siquiera puede pedir auxilio a la aglomeración de cuerpos temblorosos, embravecidos por el sacrilegio.
Su único delito es ser libre; libre de no manchar sus vestidos de blanco inmaculado, de no sepultar su cultura en las raíces de un libro con las páginas mancilladas, libre de leer y escribir para llenar el vacío de algún “semidios” incontrolado. Libre de amar su destino, si su destino es convertirse al Islam y ser la esposa de Mohamed Farreh. Por encima de todo criterio impuesto, por encima de su cadáver.
Otro de los asaltantes lanza un bloque de hormigón sobre la cabeza de la víctima, indefensa ante el rencor de una familia deshonrada. Su cara ha tomado un color pardusco, la sangre ya no se distingue de su chaqueta roja de terciopelo y las heridas lapidan su existencia ante la llegada del nuevo día. Un vecino, horrorizado ante la macabra situación, saca el teléfono móvil que le regaló un turista egipcio y graba la escena; nadie se percata del casual reportero, absortos como están en el horror tatuado sobre los ojos de la joven de tan solo diecisiete años.
Doaa ha perdido sensibilidad en las extremidades y su mirada vaga perdida entre una maraña de piernas, difuminando su realidad en la lucha que llevan a cabo el dolor físico y el cansancio moral. Al fondo ve una luz y no duda en acercarse a ella intuyendo su salvación. Pero aquél que la noche anterior le describieron como Mahoma, no estaba allí para velar por su descanso eterno.
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Tres siempre son multitud, más de tres, una aberración; múltiples vidas inmersas en un calvario de similares razones e idéntico fin.
“A todas las mujeres que ven su existencia marchitada en el dolor de un mundo incomprensiblemente dañino.”
Desanda sus pasos hasta la escalera y vuelve a subir a su habitación. El rastro rojo sobre el terciopelo azul brillante no deja lugar a dudas. Sus piernas han empezado a temblar pero su corazón permanece impasible y, apenas con los ojos abiertos por la hinchazón consigue entrar en el baño sin pisar los cristales esparcidos por toda la estancia. Como una mole inerte aparece la figura de su marido sobre las plaquetas de porcelana gastada que antaño parecieran un tablero de ajedrez. Encara con mirada desafiante el cadáver hasta que no puede más; aparta la cara asqueada y se encuentra frente a sí en el espejo. La noche ha hecho estragos en su rostro y, de nuevo, le asquea la imagen de un cadáver, esta vez de un muerto en vida. No siente haberle asesinado. Sencillamente ya no siente.
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07:30 A.M., Madrid (España)
Rocío se desenvuelve con soltura por las calles aún medio dormidas de la vieja Madrid. El sol corona el cielo y los primeros rayos de vida se mezclan con las sombras de la noche, que aún permanecen latentes, formando figuras fantasmagóricas que ha aprendido a obviar por puro instinto. La cabeza de su escoba se ha roto así que, a duras penas, consigue recoger la hojarasca que se amontona sobre las aceras desgastadas de la capital. El otoño hace su particular agosto en los aledaños del parque de “El retiro”.
Desde que llegó a la ciudad amó ese pequeño remanso de paz en mitad de la faraónica urbe, pintoresco boceto de extrañas gentes y cosmopolitas instintos. Le encanta ver brincar a las ardillas de árbol en árbol al acecho de cualquier porción de suculento manjar que algún transeúnte despistado deja caer al suelo; sus bancos plagados de ancianos que amenazan a la muerte y sus caminos repletos de corredores absortos en espirales de superficialidad sudorosa. Ama Madrid y la dulzura de sus gentes.
Imbuida por una extraña sensación de felicidad termina su jornada un día más y afronta el camino de vuelta a casa. La cruda realidad de un estudio de cuarenta metros cuadrados que comparte con su novio y otras dos parejas más rompe la magia del momento. Las bocas de metro comienzan a regurgitar personas afanadas en llegar a sus destinos, los coches saturan las principales vías de circulación de la ciudad en un baile de asfalto y el ruido se hace dueño del silencio, hasta ahora en marital acuerdo con gorriones, palomas y golondrinas.
Gira la llave con cuidado de no despertar a Hernando; por la hora que es, los demás han debido salir disparados a sus respectivos trabajos. El desorden aparece, como cada día, ante sus ojos cansados. Hernando dormita en la cama del cuarto totalmente desnudo, con el pene erecto; la boca abierta en un rictus trascendental y un rastro de baba colgando de su labio inferior. Rocío enarca una ceja ante aquella imagen que otrora le pareciera sensual, cuando Hernando aún no tenía esa espesa mata de pelo en el pecho y la grasa no participaba de su zona abdominal.
Se acurruca entre las sábanas mientras oye gruñir a la fiera, que parece haberse percatado de su presencia. Nota el pene de su compañero en su dolorido trasero y le aparta de un manotazo. Como un león en busca de presa, Hernán vuelve a la carga, intentando despojar a Rocío de su ropa interior. Se resiste. El asco se adueña de su estómago pero él mantiene inflexible su deseo sexual. Ella se niega y Hernando comienza a lanzar improperios frente a su rostro; ella nota su hedor y vuelve la cara en señal de desprecio.
Ha conseguido penetrarla y ella ya no opone resistencia alguna. Vuela hasta el parque donde, escasa media hora atrás, recogía, como cada mañana, los desperdicios que los madrileños dejan a su paso. No le duele ser “violada” por un animal irresponsable cuya única preocupación es manchar las sábanas con su semen de macho dominante, sino ver mancillado su espíritu, abochornada su alma en aquella cama donde, como cada mañana, siente morir un poco más. Y se aferra a su única salida, volar…
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7:30 A.M., Bashika, Irak.
Una multitud de curiosos se amontona a las afueras de Bashika. Doaa Aswad corre con todas sus fuerzas hasta que sus piernas no aguantan la emboscada y cae rendida sobre la arena, magullándose brazos y abdomen en un intento por mantener el equilibrio. Un total de ocho personas ha llegado a su altura y no dudan en cargar a pedradas contra ella. Entre los agresores, Doaa distingue la figura de su padre, predicador de la secta de los “Yazidís”. Como una aparición, su rostro muestra la tez del diablo, venerado por todos entre su gente. Lágrimas de dolor y rabia caen en cascada por su alma, apenas respira y tan siquiera puede pedir auxilio a la aglomeración de cuerpos temblorosos, embravecidos por el sacrilegio.
Su único delito es ser libre; libre de no manchar sus vestidos de blanco inmaculado, de no sepultar su cultura en las raíces de un libro con las páginas mancilladas, libre de leer y escribir para llenar el vacío de algún “semidios” incontrolado. Libre de amar su destino, si su destino es convertirse al Islam y ser la esposa de Mohamed Farreh. Por encima de todo criterio impuesto, por encima de su cadáver.
Otro de los asaltantes lanza un bloque de hormigón sobre la cabeza de la víctima, indefensa ante el rencor de una familia deshonrada. Su cara ha tomado un color pardusco, la sangre ya no se distingue de su chaqueta roja de terciopelo y las heridas lapidan su existencia ante la llegada del nuevo día. Un vecino, horrorizado ante la macabra situación, saca el teléfono móvil que le regaló un turista egipcio y graba la escena; nadie se percata del casual reportero, absortos como están en el horror tatuado sobre los ojos de la joven de tan solo diecisiete años.
Doaa ha perdido sensibilidad en las extremidades y su mirada vaga perdida entre una maraña de piernas, difuminando su realidad en la lucha que llevan a cabo el dolor físico y el cansancio moral. Al fondo ve una luz y no duda en acercarse a ella intuyendo su salvación. Pero aquél que la noche anterior le describieron como Mahoma, no estaba allí para velar por su descanso eterno.
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Tres siempre son multitud, más de tres, una aberración; múltiples vidas inmersas en un calvario de similares razones e idéntico fin.
“A todas las mujeres que ven su existencia marchitada en el dolor de un mundo incomprensiblemente dañino.”
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