ESPACIO LITERARIO: SELECCIÓN DE RELATOS CORTOS, Entre barrotes


Consuelo Labrado

Relato ganador de la XLIII edición de Los cuentos de las mil y una palabras

Acaban de trasladarme a la cárcel de mujeres de… mejor será no decirlo no vaya a ser que tomen represalias, no puedo entender lo que me está pasando; a fin de cuentas yo sólo hice justicia o, así, al menos lo considero. Ya sé que el asesinato es un delito grave pero no sé por qué depende de quién sea la víctima; ella mató a ocho y yo sólo la maté a ella. Expío mi culpa como manda la ley pero no estoy arrepentida de lo que hice y por mis creencias religiosas lo único que temo es que Dios no entienda mis razones porque no hay perdón dónde no existe arrepentimiento y si Dios no me perdona el tiempo de condena que tengo que pagar de cara a la sociedad no servirá de nada, en mi fuero interno, para purgar mi pecado.

Sería muy fácil decir que lamento lo que hice pero a Dios no se le puede engañar y sabría que estoy mintiendo; la estampa que llevo en el bolsillo de mi delantal de carcelaria, cada vez que la beso… con su mirada me dice que El lo sabe todo y pienso que si es así ¿por qué no es capaz de perdonarme?

Cuando entré en el convento de “Sta Teresa del Niño Jesús” no lo hice por voluntad propia, en realidad, mis mayores deseos eran empezar a vestir vaqueros, minifaldas y blusas de animados colores … en definitiva, empezar a elegir mi ropa y pintarme los labios; la primera vez que me preguntaron en casa que qué deseaba para mi cumpleaños yo contesté, sin titubear que unas medias de cristal y unos zapatos de charol; a mis quince años creo que estaba en pleno derecho de empezar a presumir un poco, no lo consideré delito pero la mirada de mi padre fue suficiente para entender que le había desagradado profundamente mi elección y me hizo sentir mal, no entendí por qué me había preguntado si no tenía intención de complacerme a menos que hubiera adivinado lo que él ya tenía pensado regalarme. Se levantó del sofá y salió a la calle sin decir ni adiós.

Me volví hacia mi madre esperando unas palabras que me hicieran comprender la actitud de mi padre pero se limitó a mirarme con unos ojos llenos de una infinita tristeza que llegaron a contagiarme.

Dos días después ya, en mi onomástica, mi padre me despertó a las siete de la mañana y me dijo: ¡vístete! Su mirada era firme e inquietante, no me felicitó o al menos no recuerdo que lo hiciera pero no olvidaré nunca su expresión y su firmeza.

Sin mediar palabra me llevó al convento y, en la puerta, ante la mirada benévola y complaciente de Sor Digna depositó entre mis manos un rosario de nácar y oro diciéndome:

-¡Éste es tu regalo!

Se fue sin darme tiempo a más … ni un beso ni un abrazo … ¡nada! Sor Digna me cogió del brazo y me introdujo en el convento; la puerta de madera maciza y con unos goznes que a juzgar por el chirrido no los habían engrasado desde hacía mucho tiempo, produjeron en mi interior un efecto caótico al encajarse unos con otros y una sensación de dentera y dejadez al mismo tiempo que invadieron mi alma. Pensé en mi madre mientras recorríamos el claustro, ni siquiera se había despedido de mí; podía haberme avisado la víspera de lo que pretendía mi padre pero no lo hizo ¿por qué?. La mirada que me había dedicado dos días antes, llena de tristeza y pena, era lo único que me venía a la cabeza y entonces comprendí que ella ya sabía lo que iba a acontecer y decidí que, a partir de ese preciso momento, tendría que decidir por mí misma.

Sor Digna me llevó a un cuartucho habilitado con un camastro y una silla; el ventanuco casi pegado al techo de la estancia estaba protegido con barrotes; entonces con una mirada llena de dulzura, Sor Digna me dijo señalando unos hábitos que había sobre la silla:

-A partir de ahora como novicia que eres, tendrás que vestir esas ropas; en diez minutos vendré a buscarte para que te presentes ante la Madre Superiora.

Sería muy largo contar todo cuanto me aconteció allí encerrada, fregué suelos de rodillas con más ahínco que si hubiera trabajado de señora de la limpieza y todo ¿para qué? ¿para quién?.

Había una zona destinada a cuidar ancianos y me entregué en cuerpo y alma a Dña Carmen que me miraba con ternura y me acariciaba la mejilla cuando la ayudaba a calzarse; me contaba cosas de su juventud mientras la llevaba al atrio; había varios gatos rondando por allí porque una de las monjas les dejaba comida.

Dña Carmen tenía alergias de todo tipo, había que tener cuidado incluso con el detergente… ni qué decir tiene que los gatos le proporcionaban tal desasosiego que se asfixiaba. Una tarde le supliqué a Sor Laura que no dejara comida en el atrio con idea de que no proliferaran los gatos que tanto daño le causaban a Dña Carmen, sin contestarme me miró con tal odio que tuve que bajar la vista, al día siguiente aparecieron muertos los ocho gatos; los había envenenado… yo sólo quería que no les atrajera con la comida.

En la cena, añadí el mismo veneno en su plato, murió durante la noche.

Mi abogado dice que tengo que mirarle cuando habla ¡no me da la gana! He aprendido a mirar con todos los sentimientos habidos y por haber pero la mirada de mi padre me condenó, la de mi madre ratificó mi condena, la de Dña Carmen me enseñó ternura y me enfrentó a Sor Laura que, con su mirada, me transfirió un sentimiento de odio hasta entonces desconocido para mí.

Ahora no miro más que al suelo porque no quiero ver las miradas de desprecio que el jurado siente por mí. Ya no quiero volver a mirar cómo me mira nadie.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelnete rlato, con final sorperendente. Como todo relato de Consuelo: una maravilla.

emiliodom dijo...

Apreciada Consuelo: El relato es interesante y atrapador.La verdad es que está muy bien llevado. La historia es creible basandola en vivencias de años pasados...En resumen que está muy aceptable, al menos te tiene enganchado duarnte el tiempo que dura su lectura. Un saludo.Atte Emilio