RELATO: La muerte de un funcionario público

Titirimundi
Relato ganador de la LII edición del concurso de los Cuentos de las mil y una palabras



La puerta se abrió con violencia y un golpe de viento arrasó todos los folletos que había encima del mostrador.

—¡Es Sasa Dodó!

Antúnez, imperturbable en su mesa, levantó la vista por encima de las gafas, y antes de asimilar lo que podían significar aquellas palabras, mostró su irritación ante el desastre quitándose el lápiz de la oreja y cerrando bruscamente el expediente que tenía entre las manos en cuyo frontal se podía leer en letra gruesa a gran tamaño: “Expediente Topillos”. Al otro lado del mostrador, Olmos, del negociado 275 temblaba pálido y a la vez sorprendido, porque sus palabras no habían alterado ni un ápice al eficaz Antúnez, el funcionario que ostentaba el record de mayor número de expedientes tramitados por hora entre los 628 negociados del edificio administrativo más grande del país.

—¡Sasa! ¡Es Sasa! ¿Es que no lo entiendes? ¡El pobre Sasa!

Saso Dodó. En realidad se llamaba Humberto Legazpitxiurrebaría. Era impensable llamar a alguien por el nombre de pila en un lugar tan perfecto y frío. Es cierto que su apellido no ayudaba gran cosa, pero no fue lo imposible de su pronunciación sin errores o gargajos lo que alteró para los demás su nomenclatura. Sucedió el primer día de trabajo. Tras superar la barrera de seguridad, una vez vaciados los bolsillos de los más diversos cachivaches metálicos (una sierra pequeña, un timbre de bicicleta y una corneta para sordos), se dirigió a la recepción, donde ya lo esperaba Pérez con cara de sorna.

—¿Sa…sa…sa…..sabebe do…do…do…dondeestáelnegociaouno…no..no….nonono?

Pérez, un borrachín incorregible y con la mala leche incrustada en el tuétano de los huesos entendió bien, pero hasta cuatro veces hizo repetir al pobre Humberto la pregunta, que a cada interrogante se ponía más y más nervioso, hasta que sólo podía articular:

—Sasa… dodo….sasa…dodo…

Y desde entonces todos lo llamaron Sasa dodó. Trabajaba en el negociado uno, el del Superintendente Director Absoluto Inamovible del aparato burocrático del Estado, Autonomías, Ciudades y Chabolas y era, para más inri, telefonista. Algunas malas lenguas opinaban que “The boss”, como se le llamaba para ahorrar saliva, lo contrató precisamente por su pequeña tara, ya que la comunicación verbal con él era prácticamente imposible y así se evitaba la recepción de llamadas incómodas.

Pero nadie contaba con la astucia de Sasa, que tenía su propio arte y contestaba cantando al teléfono, lo cual le evitaba el tartamudeo y hacía efectivo su trabajo, amén de entretener al interlocutor con melodías tan dispares como “Clavelitos” o “Disco Ibiza Locomía”. Además de un buen chorro de voz aderezaba sus interpretaciones con instrumentos de fabricación propia, empleando aquellos cachivaches de los que hablábamos antes, aunque con letras tan poco sensibles como “Negociado número uno dígame; ahora le paso” o “Negociado número uno dígame; en este momento no se encuentra”, que acabarían convirtiéndose en clásicos modernos de la administración.

—¿El tartaja? —preguntó Antúnez como quien pregunta la hora.

—Está todo lleno de policías. ¿Bajas?

—No, cuéntame después, tengo que acabar con esto.

Olmos no daba crédito. Vaya tío, este Antúnez; apuesto a que si le palma la parienta ni se inmuta hasta que acabe sus puñeteros expedientes. Bajó en el ascensor y, nada más abrirse las puertas, un golpe de calor humano y un olor a tigre bengalí le asoló el rostro. Había una barahúnda de funcionarios, policías, fotógrafos y demás curiosos agolpados en la puerta del negociado número uno. Los había subidos en sillas, otros trepaban por las columnas, alguno buscaba entre la gente al más talludo para emplearlo de torre de observación.

Por suerte Olmos era amigo de Svaroski, un ruso albino tan colosal como poco avispado, fácilmente comprobable por su torpe andar, como de elefante recién parido, y su cara de ciruelo. Arreglaba las cañerías permanentemente averiadas del sistema de calefacción y la llave inglesa del 21 era una extremidad más de su cuerpo. Svaroski era sumiso; si eres el último del rango de miles de funcionarios, no te queda otro remedio. Así que, disciplinado a la orden de Olmos de dirigirse al meollo de la cuestión con el pretexto de arreglar un calefactor, al mismo umbral de la puerta de la oficina de Sasa Dodó, echó a andar en línea recta hacia su objetivo, separando con elegancia a los que se interponían en su camino, como quien mueve una caja de lugar. Olmos se agarraba a su espalda a modo de koala y en pocos segundos tenía ante sí una imagen esperpéntica y hasta irrisoria sino fuera por lo grave del suceso.

Habían muerto muchos antes, no era tan raro. Un infarto era lo más frecuente, pero también hemiplejias, ictus, cirrosis,… Pero aquello era inverosímil. El cuerpo escuálido y alargado de Sasa pendía suspendido en el vacío colgado de unos tubos de neón que parpadeaban y daban mayor sadismo a la escena, tres vueltas de cable telefónico rodeaban su cuello y la lengua reposaba sobre la barbilla; era una lengua inmensa; a Olmos le llamó la atención poderosamente, hasta el punto de estirar la suya propia para comprobar si podía igualarla en tamaño, intento que abortó ante la mirada capciosa de un comisario avinagrado. ¿Un suicidio? ¿En nuestra inmaculada administración? ¡Imposible! Se oían los gritos de “The Boss”, que más que apesadumbrado estaba tremendamente irritado. Enseguida empezaron las conjeturas.

—Dicen que estaba afónico.

—A lo mejor fue un accidente.

—¡Cómo que un accidente, animal!

—Yo que sé, cosas más raras se han visto. Pero es que un suicidio…

“The boss” salió de su despacho. En sus ojos no cabía la ira.

—¿Quién ha dicho suicidio? ¡Los funcionarios no se suicidan jamás! No sé cómo han podido aprobar una oposición, ¿acaso no han leído las causas de terminación del servicio en el art. 46 barra tres apartado segundo? Yo se lo recuerdo, inútiles. Jubilación forzosa, cese por el superior correspondiente o dimisión obligatoria. ¿Dice algo de suicidio? ¿No, verdad? ¡Pues a callar!

El funeral fue simple pero lucido. Todos los funcionarios, excepto Antúnez, excusado por motivos laborales, acudieron compungidos. El sermón del Padre Míguelez, del negociado 96, fue muy sentido.

-Sasa Dodó. Un gran hombre que ha dimitido después de prestar un gran servicio a nuestra administración…

Pocas semanas después un crío desarrapado con gorra de chulapo, deslenguado y ladrón, impertinente las pocas veces que contestaba a las llamadas, sustituyó a Sasa. Olmos volvió a encontrarse con Antúnez en el ascensor.

—¿Qué pasó con Sasa?

—Dimitió. Una pena, además el nuevo es un cabrón.

—Una pena, sí.

—Sí, una pena.

Olmos miraba a Antúnez. Antúnez repasaba un expediente pendiente que acabaría en el trayecto del piso 32 al bajo.

2 comentarios:

Cálida Brisa dijo...

Bienvenido Tiritimundi.
Es hermoso comprobar que la Revista Sherezade va a poder seguir su curso normal.

Los relatos bien es verdad que los he leido casi todos y por eso merecen estar en esta revista.

Este segundo numero trae cosas muy interesantes

Me atreveria a preguntar- ¿ no se puede poner una letra un poquito mas grande?

La edad hace estragos y aunque sé maneras de agrandarla cuando encuentro un articulo me gusta leerlo donde esta publicado.

Gracias

Anónimo dijo...

Muchas gracias cálida brisa.

En cuanto a la letra no es la primera persona que me lo comenta, así que para solucionarlo próximamente daremos la opción de descargar la revista en formato word, con letra del tamaño 12 para imprimir, leer, modificar, vender en los semáforos o hacer aviones de papel ;-)