Soneto de cuerda
Relato ganador de la LIII edición de los Cuentos de las mil y una palabras

- ¡Allá la parca te lleve...!
Apoyó un pie en la pared encalada en la que apoyaba la espalda y escupió con rabia en el suelo, de un bolsillo sacó la petaca y comenzó a liar un pitillo. -¡Maldito Corvacho!– pensó –¡si estuviera yo solo…!-, miró al otro lado de la portalada donde una vieja de manos ásperas tomaba el fresco en la penumbra del interior sentada en una silla de mimbre de patas cortadas, el calor de un verano por demás extremo no le impedía llevar pañuelo negro a la cabeza y ropas enlutadas de manga larga; las piernas, también cubiertas, daban a entender una pérdida reciente. Cruzó la mirada con su hijo y de la boca surcada de arrugas y de penas pasadas, surgió una súplica:
- Hijo, no te pierdas por tan poca cosa…
- ¡Tan poca cosa, madre… y lo dice usted! ¡Maldita sea mi estampa y el día que nací!
Aspiró con fuerza el humo del pito y echó a caminar por el suelo empedrado, descargando su rabia en los pasos largos que en poco rato le llevaron a la cantina del pueblo. La camisa negra silenció a todos los presentes, él pidió un aguardiente y no quiso mirar a nadie. A Evaristo el cantinero no le extrañó tanto como a los otros que Antonio Pirraca, por mal nombre, entrase en el lugar a pesar del luto, era asiduo del vaso antes de lo de su hermana y dicha afición no es amiga de gestos ni de guardar formas más que lo justo que el cuerpo aguante. Algo más de cinco años llevaba Antonio haciendo el mismo camino a la cantina, desde que el mentado Corvacho le quitara a la Adela en una lejana noche de feria. Fueron amigos desde la infancia, sin más añadidos, solo ellos compartiendo juegos y más tarde vivencias de adolescentes: el primer cigarro, la primera vez en el lupanar de la tía Caniche, la primera borrachera en la feria…; después, a los años, llamaron a filas a Jesús el Corvacho y Antonio que perdió a su padre por aquellas fechas, quedó en el pueblo mientras se hacía cargo de llevar la casa adelante para que no les faltara nada a su madre y su hermana que ya se hablaba por aquel entonces con Juan el Torrico. Dos años estuvo fuera el Corvacho y cuando volvió con el petate al hombro, se encontró el sitio ocupado por una muchacha de mirada dulce llamada Adela. No es que él la mirara más de lo justo, ni que ella le sonriese más de lo meramente adecuado; ella iba siempre muy formal del brazo de su novio, feliz al buen decir de todos y de hecho ya había empezado a coser el ajuar en casa de de doña Quintina la de los bordados.
Tres vasos de aguardiente llevaba Antonio metidos en el pecho cuando pasó a toda prisa el coche de don Álvaro y detrás el de la guardia civil. El ruido de las ruedas sobre los rollos y cantos salientes hizo salir a algunos parroquianos que acertaron a ver el coche del médico antes de que desapareciese por una esquina de la plaza mayor. Todos se volvieron entre murmullos a continuar la partida y Antonio que ya comenzaba a rumiar penas se decidió a salir otra vez sin saludar a nadie. Caminaba con paso vacilante rodeando las calles concurridas para no tener que desligarse de sus pensamientos con condolencias amigables, iba, como cada noche, rememorando la imagen de aquella madrugada en que le despertaron los golpes en el portalón y entró el que sería su futuro suegro buscando a la Adela. El pobre hombre se echó a llorar como un niño al no encontrarla allí y él salió sin cerrar la puerta en busca de aquel que era como un hermano, con un mal presentimiento en el estómago que apenas unos minutos después le confirmaba la huida del Corvacho. Tres años pasarían antes de que volviesen los prófugos con una criatura en los brazos, Jesús pasó a pedir perdón ofreciendo la cara para que el otro se la rompiese como reparación de la bajeza con que pagó a su amigo, pero el Pirraca ya no era el mismo. Se lo miró largamente y lo único que acertó a decir, se lo repetiría siempre tantas veces como aquel le dirigiese la palabra:
- ¡Allá la parca te lleve…!
Encontró a su madre esperándolo fuera de la casa con los ojos tan llorosos como los últimos días y pensó para sí que en ellos se venía cebando con saña la mala suerte desde que murió el padre:
- Hijo, ha venido don Álvaro hace un rato.
La mujer buscaba las palabras adecuadas y daba rodeos sin llegar a hablar mientras Antonio la miraba sin comprender a que venían tantas dudas. Ella, al fin, lo soltó de sopetón:
- El Corvacho está agonizando, dice el médico que ha tenido un accidente con la yegua de don Nicolás.
Con mano poco firme sacó la petaca y comenzó a liar el cigarro lentamente. La vieja mujer se atusó el cabello bajo el pañuelo y ajustó el lazo, tan solo por hacer algo mientras esperaba a que dijera alguna cosa. Él dio dos chupadas al cigarrillo y se levantó:
- Ahora vuelvo, madre.
Cuando entró en la casa, la gente se apartó para dejarle pasar. Adela, con el pañuelo en la mano y los ojos llorosos, salió a su encuentro asustada de verlo allí:
- Antonio ¿a qué vienes? Déjalo en paz...
- Quita, esto es entre él y yo.
La apartó a un lado con fuerza y se dirigió a la cama donde el Corvacho se hallaba tendido e inerte, se sentó junto a la cabecera y le tocó el brazo llamándolo por su nombre. La mano del padre de Adela le tocó en el hombro:
- No te oye, don Álvaro dice que se ha roto el cuello y que quedará así hasta que termine todo. Vete fuera Antonio, hombre…
Se deshizo de la mano con un gesto y siguió mirando la cara del moribundo, aunque en aquel momento solo acertara a ver el compañero de juegos cuando iban los dos con los pantalones cortos y los bolsillos llenos de chinatos cogidos en el río. Una lágrima comenzó a resbalar por su mejilla y pronto le siguieron más que Antonio se limpió con furia antes de coger la mano del Corvacho y decirle:
- ¡Que la parca se nos lleve juntos, Jesús!
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