Consuelo
Relato ganador de la LIV edición de los Cuentos de las mil y una palabras

Mi madre y mi abuela lloraban, mi padre apretaba los puños y yo para que no me vieran llorar ¡ya era un hombre! me despedí sin más dilación, subí al tren y fuí a acomodarme –por decir algo- en aquellos asientos de madera más apropiados como instrumento de tortura que como acomodo para las nalgas de cualquiera , lo mismo para un alfeñique como yo que para un obeso; creo que para este último peor puesto que el propio peso le haría clavarse las rejillas más profundamente e incluso éstas podrían proporcionarle algún que otro pellizco en las carnes fofas de sus muslos.
Había salido del pueblo porque a decir de todos, era un chico “talentoso” con muchas posibilidades de triunfar como escritor y en la capital, por aquella época, estábamos todos convencidos de que ataban los perros con longaniza. Lo primero que hice nada más llegar a la ciudad fué preguntar por alguna pensión limpia y de precio módico, tenía que mirar los cuartos de que disponía ya que no sabía hasta cuando podrían durarme los ahorros que me había proporcionado mi padre. Un señor muy elegante me facilitó unas señas y cuando me ví delante de aquel hotel no me lo podía creer ¡parecía un palacio! ¿dónde me había enviado este hombre? ¡Claro –me dije- con el abrigo de mi padre seguro que me ha tomado por un hombre de posibles!
Después de pensármelo mucho entré en recepción, me miraron como don escrúpulo o al menos, a mí, me lo pareció. Un señor atildado como no había visto en mi vida me dijo casi en un susurro: ¿Qué desea caballero? Le expliqué mi precaria situación y me dijo, amablemente, ¡Vaya usted a “La casa la Trini”!. Así, al pronto, creí que me estaba echando con cajas destempladas, la expresión de desconcierto que mis ojos delataron no pasó desapercibida para mi interlocutor que, dándome una palmetada en la espalda me acompañó a la puerta de salida y me indicó, alargando el brazo, una callejuela en la parte trasera del hotel. Agradecido y desconcertado me dirigí a La casa de “La Trini”, dí dos aldabonazos en aquel portón que me recordó a la casa del cura de mi pueblo ¡me emocioné! Salió a recibirme una señora enlutada con cara de malas pulgas y sin preguntarme nada me agarró de la manga del abrigo de tal manera que en un segundo ya estaba en el interior del portal; me miró de arriba a abajo, cruzó los brazos no sé si bajo sus pechos o encima porque no se adivinaban por ninguna parte dada la vestimenta que usaba y me espetó:
-¿El difunto era mayor, eh?
No supe qué decir, imaginé que el comentario iba dirigido al hecho de que el abrigo me quedaba grande ya que mi padre era mucho más corpulento que yo. El precio que me pidió me pareció razonable y aunque el lugar era del todo siniestro y “la Trini” más, accedí a quedarme. El cuarto que me destinó era oscuro ya que al carecer de ventana hacía imposible el hecho de que ni un rayo de sol iluminara la estancia; el mobiliario consistía en un camastro, una mesilla con su orinal y su jofaina, una silla destartalada –cosa que comprobé al sentarme para desatar los cordones de mis zapatos y acabé de bruces en el suelo- y una percha detrás de la puerta donde colgué el abrigo. Absorto en mis pensamientos estaba cuando al abrirse la puerta de forma brusca e inesperada, la percha y mi abrigo acabaron en el suelo y yo dí tal respingo que casi me subí a la cama. Era doña Trini que venía con la sana intención de presentarme a sus hijas. ¡Qué dos hermanas! La una rechoncha y con un moño que, o bien no sabía hacerlo o llevaba una semana sin rehacerlo; mi abuela decía que el moño hay que hacerlo a diario después de un enérgico cepillado sino ni es moño ni es nada, yo no daba importancia esas retahílas hasta que ví a Belén –la del moño- de aquella guisa, entonces tuve que reconocer interiormente la lógica de mi antecesora al respecto.
La otra, Estrella, era una espingarda que parecía haberse tragado el palo de la escoba, su madre me dijo que eran gemelas y yo repliqué que, en todo caso mellizas dado el escaso parecido entre ambas.
-¡A callar, mameluco! –escupió “la Trini”- La cena en diez minutos, si tardas un poco más no cenas.
Esta mujer me tenía sobrecogido así que decidí no llevarle la contraria. En aquella pensión estuve tres meses porque visto el panorama me apresuré a buscar trabajo de lo que fuera y encontré un puesto de carga y descarga en el mercado, madrugaba mucho pero no me importaba porque así pasaba menos tiempo en aquel habitáculo. Poco después empecé a escribir necrofílicas en un periódico, lo mejor para levantar el ánimo teniendo en cuenta que en la pensión, las hermanas parecían estar al acecho en cuanto a mi persona se refiere; la alta y desgarbada yo creo que me olía ya desde la calle porque en cuanto ponía un pie en el portalón se me aparecía diciendo, mientras sujetaba el escapulario que pendía de su cuello:
-¡Haz conmigo lo que quieras pero no lo cuentes o la Virgen del Carmen te arrastrará por los pelos!
La otra hermana se introducía en mi habitación por las noches para soplarme en la oreja, me daban unos escalofríos cada vez que se me aparecían así de sopetón que llegué a temer por mi salud. Gracias a Dios y a mis esfuerzos de las necrofílicas pasé al departamento de críticas literarias y con el ascenso categórico a la par que económico pude trasladarme a un lugar mejor y que mi estado anímico más que desear, necesitaba.
En el barrio mencionar “La casa la Trini” equivalía a la casa “las locas” y entendí muy bien por qué, sin embargo yo a Belén y Estrella les adjudiqué el sobrenombre de las “hermanas coloradas” porque Estrella tenía pinta de darle a la bota ya que parecía tener dibujado el mapa de la Rioja en la cara y Belén se daba tanto Rubor de Mirurgia en las mejillas que más que ruborizada parecía haberse comido una guindilla picante; más coloradas imposible.
¡Así las bauticé y así las recuerdo!
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