RELATO: Los tres dedos del Siroco

Sementerio
Relato ganador de la LV edición de los Cuentos de las mil y una palabras

A veces me visitan sus fantasmas, nunca me cuentan dónde están, sólo aparecen para recordarme que murieron. Quisiera preguntarles si les enterraron como a los tres dedos del Siroco, debajo de un naranjo. Nunca supe el verdadero nombre del Siroco, le llamábamos así por su forma inesperada y rotunda de locura, como la ocasión en que le vi amputar tres dedos de su propia mano izquierda con un trozo grande de vaso roto. Hice lo posible por impedirlo, pero se defendió tratando de hundir el cristal en mi estómago. Se lo llevó enseguida la guardia de enfermeros y ahí quedaron tres falanges con su sangre derramada en la mesa. Las devolvieron a su dueño más tarde en un estuche tosco, congeladas, y así fue cómo organizamos el funeral. Antonio Aguilera hizo los oficios de sepulturero y a mí me correspondió redactar la homilía en honor a su eterno descanso. El Siroco repartía Coca-Cola entre todos con su mano sana y a mí me añadió un buen chorro de loción de afeitar, para convertir el refresco en un "cubata cojonudo".

A Antonio Aguilera le conocía ya del campamento de reclutas, él y Abadal Barceló me cuestionaron la existencia desde el principio, como si las primeras semanas de “mili” no me estuvieran resultando, dada su propia naturaleza, de por sí confusas. Barceló supo enterarse del barrio donde había nacido yo, le resultaba demasiado elegante para su gusto y me hizo saber que el suyo no lo era tanto. Fue imposible hacerle entender que mi empadronamiento administrativo sólo reflejaba descuido por mi parte en lo tocante al aparato burocrático y que mi residencia nada tenía que ver por aquel entonces con aquella dirección. Ese motivo fue suficiente para que consideraran oportuno los dos hacerme sufrir cierto acoso. A mi paso ambos cantaban “Escuela De Calor”, de Radio Futura, y me preparaban emboscadas en las letrinas con la pretendida intención de golpearme, lo que añadía algo de tensión al sometimiento que nos veíamos obligados a soportar por causa de la disciplina militar.

Aguilera tenía su puesto al ordenarse en filas la compañía delante de mí. En alguna ocasión le sobrevenían vómitos repentinos, poco marciales para el gusto de los instructores, de tal modo que era objeto con frecuencia de empujones que tendían a desestabilizarle hasta quedar apartarlo de la formación. Antes de incorporarse al servicio militar, según él mismo me explicó, había asaltado un banco sin que le detuvieran por ello, luego, usó el dinero para costear un año de estancia en Mallorca con la idea de hacer coincidir el momento en que se acabara el botín con el fatídico día de su incorporación al Ejército. Esta información me la dio más tarde, horas después de que acabara el sepelio por los tres dedos del Siroco, mientras yo me encontraba todavía algo aturdido por el efecto de la colonia facial combinada con burbujas. Poco antes sólo sabía que Antonio fue arrojado al mundo en un distrito humilde de Málaga y que no existía peor drama para una Coca-Cola que su muy castrense mezcla con vino.

Cuando Antonio Aguilera ingresó en el pabellón psiquiátrico del hospital militar, lugar al que me condujeron después de comprobar que mi estado mental naufragaba ante los extremos de la disciplina, quedó bastante sorprendido al encontrarse asignado en mi misma habitación. Le vi yo antes que él a mí, así que me acerqué de forma sigilosa por la espalda mientras deshacía su petate y le asusté diciendo “¡Hu!” en la oreja. Después de poco tiempo, quedó demostrado que Antonio era más afortunado que yo, él tenía dos novias que venían a visitarle con frecuencia y yo ninguna. Llegó a ofrecerme la compañía de una mientras se resolvía mi falta amorosa, sin que se me pidiera nada a cambio. Acepté el regalo, naturalmente. Descubrí que le gustaba leer tanto como a mí mismo, yo aún no conocía la trilogía del Señor De Los Anillos y él la describió durante una tarde entera de forma apasionante. También me contó que tenía por costumbre inyectarse cocaína.

Antonio decía que yo no me enteraba de nada, que era torpe por mi parte intentar el suicidio con cortes en las muñecas. Eso es "muy jodido y muy tonto", afirmaba, porque así, en cualquier caso, sólo se consigue dolor, y me recomendó el método usado por él, practicado por muchos en aquel lugar, ofreciendo su propia jeringuilla llena gracias a la colaboración de las chicas para mi propio disfrute. Nunca llegué a seguir el consejo, si bien estuve tentado en alguna ocasión. Me salvaban los abrazos de Bel, la novia prestada, siempre colocada, pero también igual de dispuesta a hacer el amor en el jardín del hospital, debajo del árbol donde reposan los tres dedos del Siroco.

Sobre todos aquellos que fuimos transeúntes hacia un destino incierto de aquel pabellón se cerraba una noche muy profunda en la que no oscurecía nunca, mientras duró aquel tiempo cualquier expresión se convertía en revelación con pocas palabras. Resultaba palpable la lucidez alejada de los rostros, en especial eran las caras de los visitantes las que mayor impresión reflejaban, cegados sus ojos por la brutal luz de nuestra normalidad. Recuerdo a Pablito, el centinela, era posible tirar de su oreja y conseguir aullidos que le hicieron ganar el apodo de “La Sirena”, con ellos llenábamos todo el pabellón en señal de alerta cuando se acercaba la oscuridad del día en sus diferentes formas. Su fantasma siempre me pide que hable de él y ninguno de otros no mencionado se queja. Lo sé porque a veces se presenta lanzando una voz triste y prolongada, como la del lobo, antes de que lleguen todos ellos desde el recuerdo para explicarme cómo fue su muerte, lanzar un breve reproche por mi demora, y quejarse un poco, entre risas, de que para ellos el Tiempo se contó con pocos dedos.

0 comentarios: