
Relato ganador de la edición XXVIII de los Cuentos de las mil y una palabras
Corría el año 1969, éramos jóvenes y queríamos disfrutar de la vida. Nos creíamos invencibles, intocables, tan incomprendidos como especiales. El mundo, agitado por las revoluciones estudiantiles, nos pertenecía. Ser joven en 1969 se traducía en poder. La guerra de Vietnam, el despertar político e ideológico de los que hasta ese momento habían permanecido en la sombra, la decepción, los ideales que cambiaban tan rápido como crecía el sentimiento generalizado de desarraigo, producían en nuestro interior un intenso deseo de escapar de los cánones sociales establecidos, escapar sin imponernos límites.
Era un joven de veinte años con un sueño: escapar de la represión, de las normas asfixiantes y de los deberes impuestos. Como todas las cosas que se hacen sin pensar colarme en aquel tren con destino a Francia, produjo en mí una sensación de euforia tan intensa que durante todo el trayecto permanecí en estado de excitación; cómo si por primera vez mis ojos vieran la luz; cómo si la bebiera toda de un trago.
Durante jornadas interminables deambulé por los pueblos costeros del sur, mendigando, pasando las horas muertas observando el mar y las gaviotas, y las pequeñas barcas que se balanceaban sin prisa entre el manso oleaje del puerto. Era pobre, apenas tenía doscientas pesetas en el bolsillo, pero nunca me había sentido mejor. Era joven y libre.
No tardé mucho en unirme a otros jóvenes que compartían mi mismo sentimiento de rebeldía, y juntos recorrimos todo el país.
Llegando a Borgoña, cerca de una pequeña población agrícola, se unió al grupo Dafnée, una francesa de origen español. Desde el principio sentimos una fuerte atracción mutua, y acabamos descubriendo juntos una nueva forma de amar, distinta a aquella que hasta entonces habíamos experimentado. Amor libre.
Bebíamos el uno del otro con avidez, con tanto deseo que perdíamos la noción del tiempo. Podíamos pasar días enteros sumergidos el uno en la piel del otro, rozando el nirvana. No comíamos, no dormíamos, no lo necesitábamos.
Los días pasaban sin problemas, sin otra ocupación que ver caer el sol cada atardecer. Junto a Dafnée no conocí el frío, a pesar de que pasamos muchas noches a la intemperie. Cantábamos, reíamos, charlábamos hasta las tantas al calor de una gran hoguera, nos burlábamos del mundo y del tiempo. Éramos poderosos.
Mientras ella danzaba alrededor de las llamas mirándome fijamente a los ojos, yo sentía que había llegado a la cima, que nada ni nadie podría superarme. Me sentía el rey del mundo.
Hasta ese momento sólo había tonteado con las drogas blandas, pero cuando Dafnée me pidió vivir sensaciones más extremas, no lo dude. Dafnée, la bella Dafnée, bailaba para mí en mi cabeza, dando vueltas y vueltas. Danzando en cada llama, ensortijándose como humo, susurrando sobre la piel de mis labios palabras de amor.
Desperté del sueño un día de melancolía, un día que sentí llorar a mi corazón.
Pasábamos más tiempo drogados que en estado normal. Transitábamos con la misma frecuencia la euforia que el desanimo. Nos dolían los huesos, nos sentíamos morir cada vez que el efecto de las drogas pasaba, pero moríamos cuando la droga volvía a recorrer nuestras venas. No éramos los mismos, ya no encontrábamos en la piel del otro el nirvana, el placer que anhelábamos con necesidad. A nuestros pies se abrió un abismo que no pudimos sortear.
Cuando no estábamos de juerga, discutíamos por cualquier cosa. Ella empezó a intimar con otros y yo empecé a enfermar. Necesitaba aquel veneno como el aire para respirar. Me quedé en los huesos, mis ojos se hundieron en las cuencas, mi humor cambió. El recuerdo de mi hogar me asaltaba cada vez con más frecuencia. Con frecuencia sentía pánico, y una sensación angustiosa de opresión en el pecho. Tan sólo era un recuerdo desvaído de un joven que tuvo un sueño de libertad, y no encontraba en nada, ni siquiera en la euforia de las drogas, una excusa para continuar, para encontrar sentido a aquella sucesión de días vacíos. Me sentía perdido, tan perdido que no lograba reconocerme en nada.
Y un día Dafnée me dijo que se marchaba a París. No sé qué me pasó por la cabeza en aquel momento, tal vez alivio. Reconozco que fueron días extraños, sin control, que perdí la cabeza, que saturé mi cuerpo de drogas con el deseo de estallar, que traspasé todos los límites, que abracé la muerte, que lloré sin aliento y bebí sin descanso. Pero tuve suerte, y una semana después mi cuerpo se rebeló a tantos excesos.
Cuando desperté me encontré en una cama de hospital, y entre aquellas paredes blancas e impersonales me sentí como en casa, reconfortado. Un hogar. Eso era lo que añoraba. Un hogar. Me restablecí y durante dos meses trabajé en lo que pude pues tenía la idea de volver a casa con algo que ofrecer a mis padres. No había vencido del todo a mi demonio particular, pero ya no sentía la necesidad de escapar de mi mismo. Lo único que me latía fuertemente en las sienes cada atardecer, era el recuerdo de Dafnée.
Con parte de los ahorros compré un billete de autobús con destino a París. No tuve que buscarla mucho, pues el destino quiso que nos topáramos casualmente a la salida del metro. Ella no había cambiado en nada, seguía teniendo los mismos ojos impresionantes y el mismo aire de niña desamparada. Pero yo debía de haber cambiado mucho pues tardó bastante en reconocerme cuando la tomé del brazo para saludarla. Sus ojos brillaron de felicidad cuando finalmente me reconoció, y yo volví a revivir la sensación de poder cuando la sentí de nuevo cerca de mí, entre mis brazos.
Aquella tarde la pasamos juntos, hablando y riendo, bebiendo café y fumando sin prisa. Éramos jóvenes, y más que nunca el mundo nos pertenecía.
El último recuerdo que conservo de ella tiene como escenario el contorno iluminado de los tejados de la ciudad. Frente a ellos la besé por última vez, y frente a ellos nos despedimos para siempre. Yo volví a mi país, a mi pueblo, con los míos. Y durante años luché por desterrar de mi alma el fantasma que me había rondado desde siempre.
Diez años después de mí escapada, aquella vieja obsesión mía reapareció. Era una mañana clara, lo recuerdo bien. Yo salía del taller lleno de serrín hasta las cejas, pero la reconocí. Tuve que parpadear varias veces, para asegurarme bien. Pero no había duda. Sus ojos impresionantes me observaban desde el otro lado de la calle, aún le envolvía aquella aura que la hacía parecer una niña desvalida. Me sonrió, y yo sentí que la pasión dormida, despertaba.
Habían pasado diez años desde aquella vez en Paris, desde nuestro año loco vagando por Francia, pero reconocí en sus ojos la invitación tentadora de aquellos años, cuando nos amábamos sin tiempo y sin prisa.
Durante jornadas interminables deambulé por los pueblos costeros del sur, mendigando, pasando las horas muertas observando el mar y las gaviotas, y las pequeñas barcas que se balanceaban sin prisa entre el manso oleaje del puerto. Era pobre, apenas tenía doscientas pesetas en el bolsillo, pero nunca me había sentido mejor. Era joven y libre.
No tardé mucho en unirme a otros jóvenes que compartían mi mismo sentimiento de rebeldía, y juntos recorrimos todo el país.
Llegando a Borgoña, cerca de una pequeña población agrícola, se unió al grupo Dafnée, una francesa de origen español. Desde el principio sentimos una fuerte atracción mutua, y acabamos descubriendo juntos una nueva forma de amar, distinta a aquella que hasta entonces habíamos experimentado. Amor libre.
Bebíamos el uno del otro con avidez, con tanto deseo que perdíamos la noción del tiempo. Podíamos pasar días enteros sumergidos el uno en la piel del otro, rozando el nirvana. No comíamos, no dormíamos, no lo necesitábamos.
Los días pasaban sin problemas, sin otra ocupación que ver caer el sol cada atardecer. Junto a Dafnée no conocí el frío, a pesar de que pasamos muchas noches a la intemperie. Cantábamos, reíamos, charlábamos hasta las tantas al calor de una gran hoguera, nos burlábamos del mundo y del tiempo. Éramos poderosos.
Mientras ella danzaba alrededor de las llamas mirándome fijamente a los ojos, yo sentía que había llegado a la cima, que nada ni nadie podría superarme. Me sentía el rey del mundo.
Hasta ese momento sólo había tonteado con las drogas blandas, pero cuando Dafnée me pidió vivir sensaciones más extremas, no lo dude. Dafnée, la bella Dafnée, bailaba para mí en mi cabeza, dando vueltas y vueltas. Danzando en cada llama, ensortijándose como humo, susurrando sobre la piel de mis labios palabras de amor.
Desperté del sueño un día de melancolía, un día que sentí llorar a mi corazón.
Pasábamos más tiempo drogados que en estado normal. Transitábamos con la misma frecuencia la euforia que el desanimo. Nos dolían los huesos, nos sentíamos morir cada vez que el efecto de las drogas pasaba, pero moríamos cuando la droga volvía a recorrer nuestras venas. No éramos los mismos, ya no encontrábamos en la piel del otro el nirvana, el placer que anhelábamos con necesidad. A nuestros pies se abrió un abismo que no pudimos sortear.
Cuando no estábamos de juerga, discutíamos por cualquier cosa. Ella empezó a intimar con otros y yo empecé a enfermar. Necesitaba aquel veneno como el aire para respirar. Me quedé en los huesos, mis ojos se hundieron en las cuencas, mi humor cambió. El recuerdo de mi hogar me asaltaba cada vez con más frecuencia. Con frecuencia sentía pánico, y una sensación angustiosa de opresión en el pecho. Tan sólo era un recuerdo desvaído de un joven que tuvo un sueño de libertad, y no encontraba en nada, ni siquiera en la euforia de las drogas, una excusa para continuar, para encontrar sentido a aquella sucesión de días vacíos. Me sentía perdido, tan perdido que no lograba reconocerme en nada.
Y un día Dafnée me dijo que se marchaba a París. No sé qué me pasó por la cabeza en aquel momento, tal vez alivio. Reconozco que fueron días extraños, sin control, que perdí la cabeza, que saturé mi cuerpo de drogas con el deseo de estallar, que traspasé todos los límites, que abracé la muerte, que lloré sin aliento y bebí sin descanso. Pero tuve suerte, y una semana después mi cuerpo se rebeló a tantos excesos.
Cuando desperté me encontré en una cama de hospital, y entre aquellas paredes blancas e impersonales me sentí como en casa, reconfortado. Un hogar. Eso era lo que añoraba. Un hogar. Me restablecí y durante dos meses trabajé en lo que pude pues tenía la idea de volver a casa con algo que ofrecer a mis padres. No había vencido del todo a mi demonio particular, pero ya no sentía la necesidad de escapar de mi mismo. Lo único que me latía fuertemente en las sienes cada atardecer, era el recuerdo de Dafnée.
Con parte de los ahorros compré un billete de autobús con destino a París. No tuve que buscarla mucho, pues el destino quiso que nos topáramos casualmente a la salida del metro. Ella no había cambiado en nada, seguía teniendo los mismos ojos impresionantes y el mismo aire de niña desamparada. Pero yo debía de haber cambiado mucho pues tardó bastante en reconocerme cuando la tomé del brazo para saludarla. Sus ojos brillaron de felicidad cuando finalmente me reconoció, y yo volví a revivir la sensación de poder cuando la sentí de nuevo cerca de mí, entre mis brazos.
Aquella tarde la pasamos juntos, hablando y riendo, bebiendo café y fumando sin prisa. Éramos jóvenes, y más que nunca el mundo nos pertenecía.
El último recuerdo que conservo de ella tiene como escenario el contorno iluminado de los tejados de la ciudad. Frente a ellos la besé por última vez, y frente a ellos nos despedimos para siempre. Yo volví a mi país, a mi pueblo, con los míos. Y durante años luché por desterrar de mi alma el fantasma que me había rondado desde siempre.
Diez años después de mí escapada, aquella vieja obsesión mía reapareció. Era una mañana clara, lo recuerdo bien. Yo salía del taller lleno de serrín hasta las cejas, pero la reconocí. Tuve que parpadear varias veces, para asegurarme bien. Pero no había duda. Sus ojos impresionantes me observaban desde el otro lado de la calle, aún le envolvía aquella aura que la hacía parecer una niña desvalida. Me sonrió, y yo sentí que la pasión dormida, despertaba.
Habían pasado diez años desde aquella vez en Paris, desde nuestro año loco vagando por Francia, pero reconocí en sus ojos la invitación tentadora de aquellos años, cuando nos amábamos sin tiempo y sin prisa.
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